01 Jun
01Jun


Comienza el día y tras la rutina habitual de cada mañana, preparada ya para emprender el viaje, miro a través de la ventana antes de salir a la calle. Pronóstico: Día gris, lluvioso y con viento…

Son las 9 de la mañana, pero parecen más bien las 7 de la tarde. El cielo está totalmente cubierto por las nubes y no se ve ni un trocito de azul, sin embargo el espectáculo me parece maravilloso: Una gama de grises inmensa, unas formas majestuosas, un sosiego que cautiva.

A lo largo del camino, de vez en cuando el sol intenta abrirse paso entre los nubarrones y sus rayos, de un brillante intenso, alcanzan mis ojos y me deslumbran, rechinantes.

Durante otros tramos del viaje, llueve tan intensamente que apenas puedo vislumbrar al resto de conductores, pero sé que están ahí, no estoy sola. El agua cae con tanta fuerza que podría parecer que nos encontramos en un túnel de lavado, pero los truenos, las luces de las farolas o el ruido de las ruedas sobre el asfalto mojado, coreografían una sinfonía perfecta que nos acompaña y nos hace partícipes del momento y de todo lo que está ocurriendo a nuestro alrededor.

El viento, presente en gran parte del recorrido, sopla con fuerza meciendo las copas de los árboles, sacudiendo el coche o haciéndonos perder el equilibrio cuando vamos a pie. Sonrío y me doy cuenta de que, aunque las personas con las que me cruzo manifiestan su disgusto ante las inclemencias del tiempo, la mayoría de ellas me devuelve la sonrisa.

Al final de mi jornada de trabajo, tras ir de aquí para allí visitando a mis clientes, acabo empapada y la hora que he pasado arreglándome el pelo o maquillando mis ojos antes de salir de casa, parece que no haya tenido lugar nunca. Corro hacia el coche, ya acabo mi ruta, pero en lugar de ir a buscar el calor de mi hogar, una ducha calentita y ropa seca, decido alargar un poquito el viaje y me dirijo a la playa.

Descalzo mis pies y recorro la tarima de madera, que está empapada, fría y el desnivel de sus tablones deja su marca en mis pies. Llego hasta el final y deslizo el pie derecho hasta la arena hundiendo sólo los dedos antes de dar el primer paso,  moviéndolos, notando el tacto húmedo, granulado, suave… Repito lo mismo con el otro pie y comienzo a avanzar hacia la orilla, con los ojos cerrados, sintiendo la arena en las plantas de mis pies, el viento en mi cuerpo y la lluvia en mis mejillas y en mis manos. Camino despacio, envuelta en sensaciones hacia sonido del vaivén de las olas, oliendo la sal del mar y, entonces, noto el frío en mis pies: ¡¡He llegado al agua! Abro los ojos y contemplo un océano en calma tan inmenso como siempre, uniéndose con el cielo ya casi negro, en el horizonte. Una escala perfecta de grises, sombras, brillos y matices.

Y frente a ese cúmulo de emociones, reflexiono y llego a la conclusión de que nuestra actitud es la que determinará nuestros días y hasta nuestra propia vida. La perfección no consiste en días soleados y caminos asfaltados y sin obstáculos todo el tiempo, sino en saber aceptar todo lo demás como parte del conjunto y colocarlo sobre la balanza, para comprobar que siempre pesará más lo positivo. Y yo hoy, tras hacer ese ejercicio, me siento viva. Me siento llena. Me siento feliz y afortunada de haber podido disfrutar de un día gris como éste. Porque un día gris no es, en absoluto, sinónimo de un día triste.


Comentarios
* No se publicará la dirección de correo electrónico en el sitio web.
ESTE SITIO FUE CONSTRUIDO USANDO